jueves, 31 de enero de 2013

La cenicienta (hermanos grim)

Érase una mujer, casada con un hombre muy rico, que enfermó, y, presintiendo su próximo fin, llamó a su única hijita y le dijo: "Hija mía, sigue siendo siempre buena y piadosa, y el buen Dios no te abandonará. Yo velaré por ti desde el cielo, y me tendrás siempre a tu lado." Y, cerrando los ojos, murió. La muchachita iba todos los días a la tumba de su madre a llorar, y siguió siendo buena y piadosa. Al llegar el invierno, la nieve cubrió de un blanco manto la sepultura, y cuando el sol de primavera la hubo derretido, el padre de la niña contrajo nuevo matrimonio.
 La segunda mujer llevó a casa dos hijas, de rostro bello y blanca tez, pero negras y malvadas de corazón. Vinieron entonces días muy duros para la pobrecita huérfana. "¿Esta estúpida tiene que estar en la sala con nosotras?" decían las recién llegadas. "Si quiere comer pan, que se lo gane. ¡Fuera, a la cocina!" Le quitaron sus hermosos vestidos,le pusieron una blusa vieja y le dieron un par de zuecos para calzado: "¡Mira la orgullosa princesa, qué compuesta!" Y, burlándose de ella, la llevaron a la cocina. Allí tenía que pasar el día entero ocupada en duros trabajos. Se levantaba de madrugada, iba por agua, encendía el fuego, preparaba la comida, lavaba la ropa. Y, por añadidura, sus hermanastras la sometían a todas las mortificaciones imaginables; se burlaban de ella, le esparcían, entre la ceniza, los guisantes y las lentejas, para que tuviera que pasarse horas recogiéndolas. A la noche, rendida como estaba de tanto trabajar, en vez de acostarse en una cama tenía que hacerlo en las cenizas del hogar. Y como por este motivo iba siempre polvorienta y sucia, la llamaban Cenicienta.
 Un día en que el padre se disponía a ir a la feria, preguntó a sus dos hijastras qué deseaban que les trajese. "Hermosos vestidos," respondió una de ellas. "Perlas y piedras preciosas," dijo la otra. "¿Y tú, Cenicienta," preguntó, "qué quieres?" - "Padre, corta la primera ramita que toque el sombrero, cuando regreses, y traemela." Compró el hombre para sus hijastras magníficos vestidos, perlas y piedras preciosas; de vuelta, al atravesar un bosquecillo, un brote de avellano le hizo caer el sombrero, y él lo cortó y se lo llevó consigo. Llegado a casa, dio a sus hijastras lo que habían pedido, y a Cenicienta, el brote de avellano. La muchacha le dio las gracias, y se fue con la rama a la tumba de su madre, allí la plantó, regándola con sus lágrimas, y el brote creció, convirtiéndose en un hermoso árbol. Cenicienta iba allí tres veces al día, a llorar y rezar, y siempre encontraba un pajarillo blanco posado en una rama; un pajarillo que, cuando la niña le pedía algo, se lo echaba desde arriba.

Sucedió que el Rey organizó unas fiestas, que debían durar tres días, y a las que fueron invitadas todas las doncellas bonitas del país, para que el príncipe heredero eligiese entre ellas una esposa. Al enterarse las dos hermanastras que también ellas figuraban en la lista, se pusieron muy contentas. Llamaron a Cenicienta, y le dijeron: "Péinanos, cepíllanos bien los zapatos y abróchanos las hebillas; vamos a la fiesta de palacio." Cenicienta obedeció, aunque llorando, pues también ella hubiera querido ir al baile, y, así, rogó a su madrastra que se lo permitiese. "¿Tú, la Cenicienta, cubierta de polvo y porquería, pretendes ir a la fiesta? No tienes vestido ni zapatos, ¿y quieres bailar?" Pero al insistir la muchacha en sus súplicas, la mujer le dijo, finalmente: "Te he echado un plato de lentejas en la ceniza, si las recoges en dos horas, te dejaré ir." La muchachita, saliendo por la puerta trasera, se fue al jardín y exclamó: "¡Palomitas mansas, tortolillas y avecillas todas del cielo, vengan a ayudarme a recoger lentejas!:
Las buenas, en el pucherito;
las malas, en el buchecito."
Y acudieron a la ventana de la cocina dos palomitas blancas, luego las tortolillas y, finalmente, comparecieron, bulliciosas y presurosas, todas las avecillas del cielo y se posaron en la ceniza. Y las palomitas, bajando las cabecitas, empezaron: pic, pic, pic, pic; y luego todas las demás las imitaron: pic, pic, pic, pic, y en un santiamén todos los granos buenos estuvieron en la fuente. No había transcurrido ni una hora cuando, terminado el trabajo, echaron a volar y desaparecieron. La muchacha llevó la fuente a su madrastra, contenta porque creía que la permitirían ir a la fiesta, pero la vieja le dijo: "No, Cenicienta, no tienes vestidos y no puedes bailar. Todos se burlarían de ti." Y como la pobre rompiera a llorar: "Si en una hora eres capaz de limpiar dos fuentes llenas de lentejas que echaré en la ceniza, te permitiré que vayas." Y pensaba: "Jamás podrá hacerlo." Pero cuando las lentejas estuvieron en la ceniza, la doncella salió al jardín por la puerta trasera y gritó: "¡Palomitas mansas, tortolillas y avecillas todas del cielo, vengan a ayudarme a limpiar lentejas!:
Las buenas, en el pucherito;
las malas, en el buchecito."
Y enseguida acudieron a la ventana de la cocina dos palomitas blancas y luego las tortolillas, y, finalmente, comparecieron, bulliciosas y presurosas, todas las avecillas del cielo y se posaron en la ceniza. Y las palomitas, bajando las cabecitas, empezaron: pic, pic, pic, pic; y luego todas las demás las imitaron: pic, pic, pic, pic, echando todos los granos buenos en las fuentes. No había transcurrido aún media hora cuando, terminada ya su tarea, emprendieron todas el vuelo. La muchacha llevó las fuentes a su madrastra, pensando que aquella vez le permitiría ir a la fiesta. Pero la mujer le dijo: "Todo es inútil; no vendrás, pues no tienes vestidos ni sabes bailar. Serías nuestra vergüenza." Y, volviéndole la espalda, partió apresuradamente con sus dos orgullosas hijas.

No habiendo ya nadie en casa, Cenicienta se encaminó a la tumba de su madre, bajo el avellano, y suplicó:
"¡Arbolito, sacude tus ramas frondosas,
y échame oro y plata y más cosas!"
Y he aquí que el pájaro le echó un vestido bordado en plata y oro, y unas zapatillas con adornos de seda y plata. Se vistió a toda prisa y corrió a palacio, donde su madrastra y hermanastras no la reconocieron, y, al verla tan ricamente ataviada, la tomaron por una princesa extranjera. Ni por un momento se les ocurrió pensar en Cenicienta, a quien creían en su cocina, sucia y buscando lentejas en la ceniza. El príncipe salió a recibirla, y tomándola de la mano, bailó con ella. Y es el caso que no quiso bailar con ninguna otra ni la soltó de la mano, y cada vez que se acercaba otra muchacha a invitarlo, se negaba diciendo: "Ésta es mi pareja."

Al anochecer, Cenicienta quiso volver a su casa, y el príncipe le dijo: "Te acompañaré," deseoso de saber de dónde era la bella muchacha. Pero ella se le escapó, y se encaramó de un salto al palomar. El príncipe aguardó a que llegase su padre, y le dijo que la doncella forastera se había escondido en el palomar. Entonces pensó el viejo: ¿Será la Cenicienta? Y, pidiendo que le trajesen un hacha y un pico, se puso a derribar el palomar. Pero en su interior no había nadie. Y cuando todos llegaron a casa, encontraron a Cenicienta entre la ceniza, cubierta con sus sucias ropas, mientras un candil de aceite ardía en la chimenea; pues la muchacha se había dado buena maña en saltar por detrás del palomar y correr hasta el avellano; allí se quitó sus hermosos vestidos, y los depositó sobre la tumba, donde el pajarillo se encargó de recogerlos. Y enseguida se volvió a la cocina, vestida con su sucia batita.

Al día siguiente, a la hora de volver a empezar la fiesta, cuando los padres y las hermanastras se hubieron marchado, la muchacha se dirigió al avellano y le dijo:
"¡Arbolito, sacude tus ramas frondosas,
y échame oro y plata y, más cosas!"
El pajarillo le envió un vestido mucho más espléndido aún que el de la víspera; y al presentarse ella en palacio tan magníficamente ataviada, todos los presentes se pasmaron ante su belleza. El hijo del Rey, que la había estado aguardando, la tomó nmediatamente de la mano y sólo bailó con ella. A las demás que fueron a solicitarlo, les respondía: "Ésta es mi pareja." Al anochecer, cuando la muchacha quiso retirarse, el príncipe la siguió, para ver a qué casa se dirigía; pero ella desapareció de un brinco en el jardín de detrás de la suya. Crecía en él un grande y hermoso peral, del que colgaban peras magníficas. Se subió ella a la copa con la ligereza de una ardilla, saltando entre las ramas, y el príncipe la perdió de vista. El joven aguardó la llegada del padre, y le dijo: "La joven forastera se me ha escapado; creo que se subió al peral." Pensó el padre: ¿Será la Cenicienta? Y, tomando un hacha, derribó el árbol, pero nadie apareció en la copa. Y cuando entraron en la cocina, allí estaba Cenicienta entre las cenizas, como tenía por costumbre, pues había saltado al suelo por el lado opuesto del árbol, y, después de devolver los hermosos vestidos al pájaro del avellano, volvió a ponerse su batita gris.

El tercer día, en cuanto se hubieron marchado los demás, volvió Cenicienta a la tumba de su madre y suplicó al arbolillo:
"¡Arbolito, sacude tus ramas frondosas,
y échame oro y plata y más cosas!"
Y el pájaro le echó un vestido soberbio y brillante como jamás se viera otro en el mundo, con unos zapatitos de oro puro. Cuando se presentó a la fiesta, todos los concurrentes se quedaron boquiabiertos de admiración. El hijo del Rey bailó exclusivamente con ella, y a todas las que iban a solicitarlo les respondía: "Ésta es mi pareja."

Al anochecer se despidió Cenicienta. El hijo del Rey quiso acompañarla; pero ella se escapó con tanta rapidez, que su admirador no pudo darle alcance. Pero esta vez recurrió a una trampa: mandó embadurnar con pez las escaleras de palacio, por lo cual, al saltar la muchacha los peldaños, se le quedó la zapatilla izquierda adherida a uno de ellos. Recogió el príncipe la zapatilla, y observó que era diminuta, graciosa, y toda ella de oro. A la mañana siguiente presentóse en casa del hombre y le dijo: "Mi esposa será aquella cuyo pie se ajuste a este zapato." Las dos hermanastras se alegraron, pues ambas tenían los pies muy lindos. La mayor fue a su cuarto para probarse la zapatilla, acompañada de su madre. Pero no había modo de introducir el dedo gordo; y al ver que la zapatilla era demasiado pequeña, la madre, alargándole un cuchillo, le dijo: "¡Córtate el dedo! Cuando seas reina, no tendrás necesidad de andar a pie." Lo hizo así la muchacha; forzó el pie en el zapato y, reprimiendo el dolor, se presentó al príncipe. Él la hizo montar en su caballo y se marchó con ella. Pero hubieron de pasar por delante de la tumba, y dos palomitas que estaban posadas en el avellano gritaron:
"Ruke di guk, ruke di guk;
sangre hay en el zapato.
El zapato no le va,
La novia verdadera en casa está."
Miró el príncipe el pie y vio que de él fluía sangre. Hizo dar media vuelta al caballo y devolvió la muchacha a su madre, diciendo que no era aquella la que buscaba, y que la otra hermana tenía que probarse el zapato. Subió ésta a su habitación y, aunque los dedos le entraron holgadamente, en cambio no había manera de meter el talón. Le dijo la madre, alargándole un cuchillo: "Córtate un pedazo del talón. Cuando seas reina no tendrás necesidad de andar a pie." Cortóse la muchacha un trozo del talón, metió a la fuerza el pie en el zapato y, reprimiendo el dolor, se presentó al hijo del Rey. Montó éste en su caballo y se marchó con ella. Pero al pasar por delante del avellano, las dos palomitas posadas en una de sus ramas gritaron:
"Ruke di guk, ruke di guk;
sangre hay en el zapato.
El zapato no le va,
La novia verdadera en casa está."
Miró el príncipe el pie de la muchacha y vio que la sangre manaba del zapato y había enrojecido la blanca media. Volvió grupas y llevó a su casa a la falsa novia. "Tampoco es ésta la verdadera," dijo. "¿No tienen otra hija?" - "No," respondió el hombre. Sólo de mi esposa difunta queda una Cenicienta pringosa; pero es imposible que sea la novia." Mandó el príncipe que la llamasen; pero la madrastra replicó: "¡Oh, no! ¡Va demasiado sucia! No me atrevo a presentarla." Pero como el hijo del Rey insistiera, no hubo más remedio que llamar a Cenicienta. Lavóse ella primero las manos y la cara y, entrando en la habitación, saludó al príncipe con una reverencia, y él tendió el zapato de oro. Se sentó la muchacha en un escalón, se quitó el pesado zueco y se calzó la chinela: le venía como pintada. Y cuando, al levantarse, el príncipe le miró el rostro, reconoció en el acto a la hermosa doncella que había bailado con él, y exclamó: "¡Ésta sí que es mi verdadera novia!" La madrastra y sus dos hijas palidecieron de rabia; pero el príncipe ayudó a Cenicienta a montar a caballo y marchó con ella. Y al pasar por delante del avellano, gritaron las dos palomitas blancas:
"Ruke di guk, ruke di guk;
no tiene sangre el zapato.
Y pequeño no le está;
Es la novia verdadera con la que va."
Y, dicho esto, bajaron volando las dos palomitas y se posaron una en cada hombro de Cenicienta.

Al llegar el día de la boda, se presentaron las traidoras hermanas, muy zalameras, deseosas de congraciarse con Cenicienta y participar de su dicha. Pero al encaminarse el cortejo a la iglesia, yendo la mayor a la derecha de la novia y la menor a su izquierda, las palomas, de sendos picotazos, les sacaron un ojo a cada una. Luego, al salir, yendo la mayor a la izquierda y la menor a la derecha, las mismas aves les sacaron el otro ojo. Y de este modo quedaron castigadas por su maldad, condenadas a la ceguera para todos los días de su vida.

* * * FIN * * *

viernes, 25 de enero de 2013


He leído vuestros comentarios y bueno, el principio es raro y no lo entendéis porque la propia protagonista no sabe a donde se dirige su vida y ella cuenta poco a poco lo que va ocurriendo para transmitir esa sensación de desorientación que siente, de no saber que es lo que va a ocurrir. Bueno el sueño del primer capítulo aparece más adelante de nuevo pero se olvida durante bastante tiempo, queda como un simple sueño, pero en realidad es algo muy relevante mucho mas adelante de la historia. Sin embargo no os puedo contar mucho ya que la protagonista no descubre lo que son esos sueños hasta mucho, mucho más adelante.

LA ATLÁNTIDA
Capítulo 3:

Ya sentada en uno de los asientos últimos del autobús me pregunté cómo pude subir el equipaje en el maletero sin problemas, a pesar de mi gran torpeza. Estaba sola, en el asiento que pegaba a la ventanilla. Ya quedaban muy pocos asientos libres y creía que iría sola y en tranquilidad todo el viaje, pero unos diez minutos más tarde el autobús se detuvo en una parada más, para recoger a los últimos estudiantes, que ocuparían el resto de asientos libres, con la dicha de que se sentó a mi lado la chica más vanidosa de mi aula, Hannah.
En poco tiempo ya estaba casi a las afueras de la cuidad, podía apreciar como los enormes edificios iban quedándose atrás, dejándole un lugar a las pequeñas casitas, que eran más rupestres; también veía como poco a poco estas iban desapareciendo de mi vista, quedando solo algunas de ellas esparcidas entre el verdor de aquellos terrenos. Entonces, me llevé una grata sorpresa cuando escuché en la radio “Boulevard of broken dreams” de “Green day”, y no pude evitar sonreír levemente al recordar a mi mejor amiga, con la que solía cantar esta canción, a pesar de que no tuviéramos muy clara la letra de esta.
Dejé que la gente fuera bajando del autobús antes de bajar yo, para no sentirme agobiada entre empujones. Al salir, una brisa me movió el pelo, de ese color azul oscuro que tanto me gustaba, y se me puso la piel de gallina, ya que llevaba los brazos descubiertos totalmente. Saqué el equipaje del maletero y le di la espalda al autobús. Abrí la maleta y saqué una sudadera, negra con una gran calavera en llamas, para ponérmela. Eché un vistazo a mi alrededor mientras me atusaba el pelo. El puerto era enorme pero no había más gente a parte de los de la expedición, y a pesar de que eran bastantes, el ambiente era tranquilo. Caminé con las maletas hasta el final del puerto, donde las olas chocaban contra un alto muro, provocando un ruido estridente. El sonido de las gaviotas sonaba lejano y el viento soplaba con fuerza. Me sentía a gusto en ese momento. Mi pelo se ondeaba, como una bandera con el aire. Me senté en el poyete que bordeaba el puerto y saqué las piernas hacia afuera, dejándolas colgar bastantes metros por encima de las aguas. Sentí como el frío atravesaba los vaqueros hasta mi piel y me dio un escalofrío. Metí las manos dentro de las mangas de la sudadera y acurruqué los brazos contra mi abdomen. Miré hacia atrás, donde no había nadie, después volví la mirada hacia el horizonte, cerré los ojos y, posteriormente respiré hondo. No era un día muy soleado, sin embargo un rayo de sol que escapo de entre las nubes, poco densas, me hizo abrir los ojos. Era débil, pero podía sentir su calidez en mi rostro.
-Eh, tú, quítate de ahí, es peligroso- gritó alguien.
       Volví la mirada instantáneamente, pero no diferencié a nadie. Con cuidado me levanté de allí y volví con todos, arrastrando mi equipaje. Se había formado una larga cola que se dirigía a un submarino, el submarino de mi expedición. Hace poco solicité plaza para ese viaje, me sería muy útil para la universidad, ya que el temario se correspondía con los estudios que realizaríamos en la expedición. El problema era que participaban todas las universidades de España. Tuve suerte, yo era una de las dos afortunadas de mi universidad.
       Me coloqué al final de la fila y, repentinamente, un chico se chocó bruscamente contra mí, giró la cabeza para mirarme de arriba abajo y volvió a mirar a quienes lo empujaron con una sonrisa burlona. Evité mirarles y fingí que no me había dado cuenta de nada, pero esas risitas tan molestas que escuchaba a mi espalda eran demasiado. Estaba a punto de coger mis cosas y alejarme de ellos cuando la fila avanzó y todos fueron entrando poco a poco al submarino. Yo caminaba detrás de una joven alta, pelo poco largo y castaño rojizo. Se levantó una ráfaga de aire y el pelo se me puso en la cara, así que me lo retiré con las manos. En el momento en el que me apartaba el pelo del rostro un pañuelo negro con dibujitos blancos, que llevaba envuelto en la muñeca derecha, se desató, el viento se lo llevó, desplazándolo unos metros, y luego cayó al suelo. Corrí a por él, dejando mis cosas en la fila, que avanzaba sin parar. Cuando alcancé el pañuelo y lo recogí del suelo me giré. Todos habían entrado. Un señor, ni muy alto ni muy alto y con pelo un poco canoso me llamó la atención.
-Venga, apresúrate, eres la última. No perdamos más tiempo.
Corrí a por mi equipaje y cuando estaba a dos pasos de entrar miré atrás. El puerto estaba totalmente vacío, hacía viento y estaba nublado, pero era una imagen preciosa. Se respiraba paz y tranquilidad. Volví a mirar al submarino y entré.
No tenía ni idea de a donde se dirigía mi vida, ni si quiera sabía lo que iba a ocurrir en esos días de expedición submarina. Nunca me hubiera imaginado que mi vida habría cambiado por completo al volver a casa; y cuando digo por completo, quiero decir que nunca volví a ser totalmente igual a como era el día de la embarcación, había encontrado mi camino. Un camino que absolutamente nadie hubiera podido tomar, nadie que no estuviera en ese submarino.

A partir de ahora los capítulos son más largos, intentaré no pasarme. Muchas gracias por las críticas, tanto buenas como malas, si hay algo que corregir decídmelo, siempre se puede mejorar todo :3.

martes, 22 de enero de 2013

El día más bello. Hoy.

El próximo 30 de enero celebramos el Día Escolar de la Paz y no Violencia. Os dejamos este poema de la madre Teresa de Calcuta, premio Nobel de la Paz en 1979. Esperamos que os guste.



El día más bello. Hoy
La cosa más fácil. Equivocarse
El error mayor. Abandonarse
La raíz de todos los males. El egoísmo
La distracción más bella. El trabajo
La peor derrota. El desaliento
Los mejores profesores. Los niños
La primera necesidad. Comunicarse
Lo que hace más feliz. Ser útil a los demás
El misterio más grande. La muerte
El peor defecto. El malhumor
La persona más peligrosa. La mentirosa
El regalo más bello. El perdón
Lo más imprescindible. El hogar
La ruta más rápida. El camino correcto
La sensación más grata. La paz interior
El resguardo más eficaz. La sonrisa
El mejor remedio. El optimismo
La mayor satisfacción. El deber cumplido
La fuerza más potente. La fe
Las personas más necesarias. Los Padres
La cosa más bella. El Amor .
(Autora: Madre Teresa de Calcuta)


domingo, 6 de enero de 2013

LA ATLÁNTIDA
Capítulo 2:

       Saqué el equipaje al pasillo, eché un último vistazo al piso y cerré la puerta lentamente, como si no me corriera prisa. Ya empezaba a notar los nervios en mi estomago, miré el reloj, iba tarde, así que bajé las escaleras, que estaban al final del pasillo, a paso ligero. Tenía que bajar dos plantas a pie, ya que el ascensor se puso antes de que esos dos últimos pisos fueran construidos; tal vez no era la mejor urbanización de la zona, pero no podía permitirme otra cosa. En la antepenúltima planta me crucé con dos chicos que compartían aula conmigo en la universidad. No saludaron. Eran altos y delgados, pero no escuálidos. Fuertes y ágiles, por lo que no eran extremadamente musculosos. Eran atractivos, pero sólo físicamente. En resumen, eran los chicos más atractivos a los ojos de la mayoría de chicas de nuestra edad, aunque para mí no tanto. Como habréis adivinado por sus descripciones eran los típicos chicos populares que se reían de los introvertidos. Por eso no tenía una relación muy buena con ellos. Cuando pasé junto a ellos se quedaron mirándome extrañados. ¿Era mi pelo, mi ropa? Tal vez no se habían acostumbrado a mis cambios de look, o tal vez, simplemente, se divertían intentando hacerme pensar que era rara.

       Subí al ascensor, de donde aquellos jóvenes acababan de salir, y marqué el número cero. Salí, arrastrando las maletas como pude, hasta la parada, que estaba unos metros más a la derecha del edificio. Allí esperé el autobús que me recogería para ir al puerto.

LA ATLÁNTIDA es un nombre que tal vez cambie cuando termine de escribir toda la historia, no se me ha ocurrido otro nombre hasta el momento.